Si un hombre y una mujer proyectan sus imágenes positivas sobre el otro al mismo tiempo tenemos una relación aparentemente perfecta que llamamos enamoramiento.
El amor verdadero sólo existe cuando una persona conoce a la otra por lo que esa persona es realmente como ser humano y uno empieza a interesarse y a prestar atención a ese ser humano.
Originalmente, el ser humano es tanto
masculino como femenino, o yang y yin según la antigua terminología
china. Todas las personas son una combinación de estas dos
polaridades, entre las cuales fluye la energía psíquica.
Jung llamó a los dos opuestos en el
hombre y la mujer anima y animus. El anima es el
componente femenino de la personalidad del hombre, y el animus
designa al componente masculino en la personalidad de la mujer. Son
pues el acompañante desconocido de toda relación humana.
¿Cómo es posible entonces que
tengamos tan escasa consciencia de esta doble cualidad?
El conocimiento de nosotrxs mismxs es
en general muy escaso. Más bien al contrario, la mayor parte de la
gente se resiste firmemente a un mínimo conocimiento de ella misma.
De hecho rechazamos activa y vivamente algunos aspectos de nosotros
mismos que nos cuesta reconocer, conformándose así nuestra sombra,
construida sobre características no queridas o no desarrolladas.
La proyección es el mecanismo
psicológico que se pone en marcha cuando se activa algún aspecto de
carácter vital de nuestra personalidad del que no somos conscientes.
Y cuando algo se proyecta, lo vemos como fuera de nosotros, como si
perteneciera a otro y no tuviera que ver con nosotrxs.
En general, el hombre proyecta el anima
sobre la mujer y la mujer proyecta el animus sobre el hombre.
La mujer se erige frente al hombre en portadora de la imagen más
viva de la esencia femenina del hombre o su otro yo, y el hombre es
portador, ante la mujer, de la viva imagen del espíritu de ella.
Generalmente, el hombre identifica su
ego con su masculinidad y no es consciente de su lado femenino,
mientras que las mujeres se identifican conscientemente con su
feminidad y su lado masculino permanece en el inconsciente. Así
anima y animus se proyectan sobre otras personas. La persona que es
objeto de tal proyección nos atraerá o repelerá profundamente,
según lo proyectado tenga un valor positivo o negativo.
La persona que es objeto de una imagen
psíquica de otro goza de poder sobre esa persona, porque en la
medida en que una parte de nuestra psique es percibida en otra
persona, ésta tiene poder sobre uno. Y a la vez, ser portadora de la
proyección de otra pesona tiene a su vez aspectos desagradables.
Si un hombre y una mujer proyectan sus
imágenes positivas sobre el otro al mismo tiempo tenemos una
relación aparentemente perfecta que llamamos enamoramiento. Ocurre
cuando bien un hombre o una mujer proyectan el aspecto positivo de la
imagen del anima o del animus respectivmente sobre una mujer o un
hombre, y ést@ se torna en algo extremadamente deseable. A la larga,
sin embargo descubrirá que esa persona no es como “quiere” que
sea, que no se ajusta a su ideal proyectado, sino que se trata de
alguien real. Puede ocurrir que en este punto la proyección positiva
sea reemplazada por su contraria, y donde hubo sobrevaloración del
otro o la otra, se imponga ahora la minusvaloración. Al mismo
tiempo, se descubrirá el lado oscuro de lo que parecía amor y ahora
se percibe como un mero deseo de posesión.
La realidad es que las relaciones que
están basadas única y exclusivamente en este estado que llamamos
enamoramiento no pueden durar mucho cuando se las pone a prueba
frente a una auténtica relación humana y cuando en la convivencia
se van mostrando como los seres imperfectos que son. Se hace
entonces evidente que estar enamorados no es quererse. Que amar
verdaderamente al otro/la otra, es verle libre de las propias
proyecciones y aceptarle como es.
El amor verdadero sólo existe cuando
una persona conoce a la otra por lo que esa persona es realmente como
ser humano y uno empieza a interesarse y a prestar atención a ese
ser humano.
Estar capacitado para un amor verdadero
significa ser maduro, con expectativas realistas de la otra persona.
Significa aceptar la responsabilidad de la propia felicidad o
desgracia y no esperar que la otra persona nos haga felices, ni
culpar a la otra persona con nuestros males humores o frustraciones.
Extraído de John Sanford, El
acompañante desconocido.
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